martes, 9 de agosto de 2011

Decimoquinta.


Súbeme al cielo, hasta el más puto infinito y déjame caer, recógeme antes de que toque el suelo. Agárrame fuerte, abrázame hasta quitarme la respiración. Mírame, no me digas que mis ojos esta vez no te dicen nada.
Átame a la pata de tu cama y no me sueltes nunca. Bésame, no dejes de hacerlo. Quiero sentir tu piel contra la mía. Quiero ver en tus ojos ese brillo, ese puto brillo. Eres torturantemente dulce, me encanta.
Sigue así, sonríe, no dejes de hacerlo jamás. Tómame la mano y salta, tú puedes, podemos. ¿Podemos? Si, podemos. Pon tú el azúcar, que yo ya pongo el té, el agua, el vaso, la mesa, la silla… lo que haga falta por verte sonreír. Aunque sea un poquito. Aunque tan solo sea esa sonrisa que sale por la comisura de tus labios de melocotón.
Si quieres te hago un mundo, que sí, que sí. Lo que oyes, un mundo, con los colores que a ti mas  te gusten. Pintaremos los animales y siempre habrá sol, el suficiente para que tu corazón jamás pase frio. Para que por fin puedas decir que estas curada, que está bien. Que por fin la corriente se llevo los troncos viejos.
Lléname de mimos y de besos, y de caricias y de momentos de silencio. Mataría porque lo hicieras. Mataría por estar a tu lado, recostada, mirándote, y no oír nada, ni nadie, parar el tiempo en ese instante en el que alargas el más dulce de los besos, besos de miel. Sabes que me encanta cuando lo haces.
Corre, corre, corre, aun no es tarde. Agarra mi mano y no pares de correr hasta que tus piernas no respondan.  Bésame, sonríe, agárrame de la mano. Sácame esa sonrisa que tu tan solo sabes sacar. Esa que se esconde en el cielo de mi boca y que siempre ha estado hay para ti. Vuelve, vuelve, por favor vuelve. Y  se feliz.

 Oye, tu, que te amo.

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